Espiral de Saraswati

miércoles, 1 de enero de 2014

ENRIQUE BUTTI: DOS FRAGMENTOS DE NOVELA


                                    

Si hay un rasgo sobresaliente en la obra de Enrique Butti es el de la singularidad. Su novela “Aiaiay” publicada por  Editorial Sudamericana en 1986 y ganadora del Premio del Fondo Nacional de las Artes parece entroncarse con la lejana tradición de Gargantúa y Pantagruel de Rabelais por su humor, su irreverencia, su trabajo sobre el lenguaje que entronca lo popular con lo culto. Su novela posterior “Indí”, publicada por Losada en 1998 fortalece y desarrolla más esta línea estética en la que Macedonio Fernández y Juan Filloy podrían citarse como antecedentes nacionales, al tiempo que podría establecerse un cierto paralelismo con “Karaí, el héroe” de Adolfo Colombres, aunque desde la perspectiva del tratamiento del lenguaje y la espesura del discurso tiene puntos en común con la novelística de Jorge Paolantonio, no es casual que estos tres autores – Paolantonio, Colombres y Butti - hayan nacido en provincias argentinas con un rico bagaje cultural, las del noroeste en los dos primeros autores y Santa Fe  para Butti donde la influencia de la inmigración italiana pautó el ritmo del habla local y nutrió su lenguaje de una riqueza particular que está presente en la escritura de Butti. Y, para no quedarme corta con las asociaciones, le encuentro además un parentesco con Dürenmatt por su lirismo socarrón y en parte porque roza la estructura teatral, sin embargo todos estos vínculos, tradiciones o contrapuntos con la herencia literaria dieron lugar a una propuesta nueva. Hay en “Indí una marca explícita de este juego con el lenguaje y es ese el espacio en el que el humor encuentra su terreno. Lo indio se mezcla con lo italiano configurando lo que el autor subtitula “pasticciaccio argentino” y parafraseando y parodiando al mismo tiempo el porteño cocoliche en torno a la figura de un personaje displicente y candoroso. De esta manera la novela opera sobre varios niveles en sus desopilantes situaciones. Entre las muchas funciones que tiene el humor en este caso cabría citar la de desarticulación de las pautas sociales establecidas o desestructuración de las normas éticas, lo que presupone a su vez un aspecto crítico del que no está nunca ajeno el empleo del humor. Por la espesura del lenguaje, su carácter barroco, su tono a veces burlón y la pintura costumbrista resulta inevitable citar a Paolantonio. Pero en Butti las situaciones suelen rozar el absurdo y profundizar la fanfarria lingüística acercándolo más a la narrativa barroca centroamericana. El costumbrismo está presente esencialmente en el lenguaje, en frases, expresiones locales, interjecciones, giros idiomáticos  y un refranero trastocado. El trabajo sobre el habla coloquial en la obra de Butti merece una mención aparte.
Ahora bien, esta tradición estética desarrollada y profundizada incluso en obras de teatro como “La fruta de la perdición” da un giro o mejor aún un paso al costado con la publicación de su última novela en Palabrava- Santa Fe 2012: “El centro de la gravedad” en la que la tradición borgeana e incluso el universo de Bioy Casares abren una brecha para que esta historia peculiar se desarrolle. Es una novela cargada de silencio y, como su título lo indica, muestra un movimiento desde la expansión anterior, de la profusión de hechos y lenguajes a una contención que se sostiene a partir de un eje vertical. Si en las dos novelas citadas el tiempo se explaya a sus anchas y se desborda en situaciones delirantes, aquí aparece comprimido y alterado. “El centro de  la gravedad” tiene la belleza de lo parco, es una novela desnuda, un poco alucinante por todo eso que deja entrever con una arquitectura impecable. Podría afirmarse que no es un cambio drástico en el concepto de lenguaje sino un buceo más, una búsqueda en el desarrollo de una estética que desde el vamos se perfiló original en el marco de una producción nacional que no siempre  se ha caracterizado por dar cabida a la diversidad de discursos. Debo decir que no leí sus novelas de aventuras,  habría que ver de qué modo se insertan en este   somero cuadro. La sensación que se tiene frente a una obra como la de Butti es la de continuidad, es una obra que se abre a nuevas propuestas, a una rica la multiplicidad de voces que nos hace bien a todos en un país que  no suele estrechar sus horizontes en el terreno  de la producción   literaria  pero que a la vez , lamentablemente, no encuentra su debido relevamiento por parte del sistema editorial.  Sin embargo ya sabemos que el arte va por un lado y el negocio por otro, quizá nuestro país sea en esto también una expresión muy acabada de las dicotomías. Y no lo digo exclusivamente por Butti que se ha desarrollado y publicado en varios espacios, lo digo porque es lo que no puedo evitar decir al reconocer la existencia de autores excelentes en la ciudad de Buenos Aires y en las distintas provincias que realizan un trabajo paralelo y profundo al  relevado por un reducido grupo que se apiñó en la ciudad de Buenos Aires y que parece hacer un recorte de la producción nacional.  El tiempo, lo sabemos muy bien, es el aliado de las genuinas producciones artísticas como la de Butti, entre otras tantas.


CADETE INDÍ E INGENIERO EN CLAROSCUROS

Cruzó en la oscuridad un rayo, un relámpago milagroso en el cielo estrellado, y el ingeniero pudo atisbar los perfiles de una gran mole, destacada del resto de las modestas construcciones del lugar. Debía ser sin embargo un barrio de tradición señorial; el rayo sólo insinuó la presencia de las otras Vilas, como Rembrandt insinúa, con una cagarruta amarilla, un casco o un escudo alejado de la fogata, es decir, un soldado, como lo había sido el ingeniero antes de caer en manos de los puercos austríacos.
Se detuvo ante la puerta cancel del jardín, pero el cadete le dio un tirón a la manga de su saco. El ingeniero recordó que, después de todo, ésta era la casa-habitación del indiecito, donde él vivía a pesar de las patás nel culo, ahí en esa mansión, y se dejó arrastrar.
La construcción no tenía nada que envidiarle a Villa Borghese, ni siquiera las estatuas inmensas y la amplia terraza vacía delante del jardín.
Entraron. Cruzaron el jardín, la terraza, subieron la escalinata, e ingresaron en la húmeda oscuridad.
El cadete lo tomó de la mano.
Mirá vo` el Virgilio que me encontré, se sonrió el ingeniero, aunque temblando de miedo.
El indí le decía palabra incomprensibles, para tranquilizarlo, animarlo o indicarle que doblara, que empezara a subir una larga escalera. No sonaba a ¡Papé Satán, papé Satán aleppe!, pero por ahí andaban.
La escalera giraba dos veces en amplios rellanos, y allá arriba había una débil luz, una vela. La llamita ayudaba más de lo que dejaba ver. El paredón que limitaba el hueco de la escalera, y la pared del corredor superior, estaban cubiertos de murales.
El ingeniero coligió, ató cabos, recordó lo que en un momento del vermouth, o del paseo público, el víscido o el destripador boloñés le habían contado, de un avilla que era orgullo de la ciudad, en la que su dueño había hecho pintar, en cada pedazo libre de pared, una copia de las pinturas que estaban en el Museo de Lourdes (el ingeniero cachó: del Louvre querían decir). Los parientes franceses le mandaban postales con reproducciones del San Francisco y los pájaros, de Giotto, pero también  la muerte de Sandanápolos, del Delacroix, a juzgar por las descripciones libidinosas del víscido y del destripador.
Los murales habían sido pintados por un enano borrachín que se tambaleaba en los andamios. El pobre no sólo tenía que reproducir a gran escala sino también inventar los colores, porque las estampas que enviaban los galos eran en blanco y negro.
Después el enano salpicaba de mica las pinturas para darle brillo a los ojos, a los brocatos, a las aureolas de los santos, o en la culminación de los senos. El mecenas, su familia y los invitados juzgaban a cada nueva pintura con un dictamen categórico:
-Tiene mucha (o poca) mica- decían.
Un cuajo de mica, una montaña de mica, con un pectoral de momia egipcia, se enfervorizó el ingeniero recordando a cierto personaje de su edad, que ya publicaba poemas y novelas, con gran beneplácito general, allá, en la Vaticana, con ciertos favores de las revistas y los periódicos, favores que él devolvía con otros, prevalentemente de índole política y sexual, el inmundo.
Pero esta cueva en medio de pantanos no era Villa d´Este, y con el tiempo, en pocos años, los grumos de cristales fueron los primeros en caer, y los detalles que antes se habían destacado por su centelleo pasaron a ser agujeros en el rostro, en el pecho de los retratados, como puertas del infinito, o bocas del infierno. Y el ingeniero, ahí, como si nada.
                                                     De “Indí”, Sudamericana –Buenos Aires 1998-


“Designio extraño el suyo: mirar de frente al sol, desde el alba hasta el crepúsculo.
Eligió la esquina del Mudo como lugar de ejecución de su voto, así que durante las horas más frescas de los tres días que duró esa menopausia nos rodeaba una multitud: desocupados del bajo, sardónicas mucamas y jubilados babosos. Por momento el gentío llenaba las bocacalles.
-¡Ah, qué vivo! ¡Mirá cómo parpadea! ¡Así cualquiera es capaz de mirar al sol todo el día…!- se oía murmurar malignamente.
-Sí, ahora mira al sol de frente porque estamos nosotros, pero esperá que nos vayamos a comer y vas a ver como baja enseguida la cabeza- decía otro.
Esas estúpidas voces (y no porque me lo hubiera pedido Don Rolo) me decidieron a quedarme junto a él todo el tiempo que durara la promesa; más por los otros que por él o por mí mismo, más por significarles que si de locura se trataba, dos eran los locos, que por controlar lo que yo no dudaba; ¿de qué podía servirle a Don Rolo usar estratagemas idiotas?
Además, podía tener necesidad de mí, aunque durante los tres días nunca me llamó, y sólo una vez al día aceptó que le acercara un vaso de agua a los labios.
-Se habrá puesto lentes de contacto ahumados.
-Todo para broncearse la cara, viejo presumido.
-Se le va a achicharrar el cerebro.
-¿Por qué en vez de mirar al sol no va a mirar la pared que me pintó hace dos meses y que va está llena de hongos y manchas de humedad?
Las mismas personas a quienes yo había conocido pidiéndole favores y consejos ahora se burlaban, sin considerar que pudiese haber alguna grandeza en lo incomprensible. Se murmuraba que esta menopausia a de Don Rolo era definitiva, que todos los menstruos que ya no tendría le envenenarían cada vez más lo pensamientos, y que ahora sí había llegado la hora de insistir en la petición de un sacerdote permanente para el pueblo.
 En ésas estábamos: Don Rolo mirando al sol y yo mirando las lunas de Don Rolo, cuando pasó la estrella anunciando el Circo.”
                                       Páginas 66-67-68 de “Aiaiay”- Editorial Sudamericana- Bs. As. 1986

  Enrique Butti (Santa Fe, 1949) autor de basta producción en distintos géneros, ha obtenidos importantes reconocimientos, ha sido traducido a otras lenguas, creador de novelas  (“Indí”, “El novio”), cuentos (“La daga latente”, “Santos y desacrosantos”) obras de teatro y de cinco novelas de aventuras (“No me digan que no”, “Carnavalito”, “El fantasma del Teatro Municipal”, “Sin cabeza y encapuchados” y “Cada casa, un mundo”). 






             
 
   

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